A pocos días del inicio del año académico -ya sea en liceos, colegios, universidades, institutos profesionales o CFT- se desvanece, casi como un eco, aquella discusión profunda sobre el rumbo de nuestra educación. Tras los resultados de la PAES 2025, no tardamos en encontrar nuevamente comentarios que resaltan la disparidad entre colegios particulares y públicos; sin embargo, el debate se reduce al acceso a la universidad y, apenas dos meses después, el tema se esfuma.
Hoy se respira en Chile la convicción de que la "educación de calidad" se define desde la cuna. Se asume que el desarrollo de los niños y, en consecuencia su inserción en el mundo laboral ya está predestinado. Este fenómeno, que algunos denominan "segregación educacional", no solo se traduce en la separación física de los estudiantes según su origen socioeconómico, cultural, étnico o geográfico, sino también en la distribución desigual de recursos, calidad educativa y oportunidades. Todo ello, inevitablemente, refuerza la reproducción de desigualdades.
Resulta curioso que esta discusión se reavive únicamente unas semanas después de los procesos de postulación e ingreso a las universidades y que el resto de los 11 meses del año no exista ni un intento, ni siquiera descontextualizado, por retomar este tema. Se nos olvida y lo dejamos pasar hasta nuevo aviso.
El panorama internacional nos ofrece ejemplos reveladores. Finlandia se destaca por su apuesta decidida por una educación pública de alta calidad, basada en la autonomía y formación constante de sus docentes, lo que le ha permitido alcanzar resultados sobresalientes a nivel mundial. Canadá, por su parte, ha centrado sus esfuerzos en robustecer la infraestructura y desarrollar programas integrales que eleven los estándares de la educación pública. Mientras tanto, Alemania ha adoptado un sistema dual que, al combinar teoría y práctica, facilita la transición de los jóvenes al mundo laboral.
Si en Chile concentramos nuestras energías, debates, políticas y recursos exclusivamente en la educación superior, la brecha de oportunidades se ensanchará irremediablemente. Los 12 años de escolaridad no solo deben servir para formar buenos técnicos o profesionales; son la base cognitiva y experiencial que permite enfrentar, con madurez, el paso a la adultez.
La pregunta es ineludible: ¿por qué el foco se dirige casi exclusivamente a la educación superior, relegando la etapa formativa de los 6 a los 18 años? ¿Será un error en las definiciones, una cuestión de voluntades, proyecciones equivocadas o, simplemente, la falta de una decisión firme de educar de manera integral, ofreciendo a todos las mismas herramientas para partir en igualdad de condiciones?
La hora de replantear nuestras prioridades es ahora. La verdadera equidad educativa exige una apuesta decidida por fortalecer las bases desde la infancia hasta el final de la educación básica, para que ningún estudiante quede relegado al margen del futuro que merece.
Columna
Gustavo Niklander Ribera, director de Desarrollo y Postgrados, Universidad Autónoma de Chile