La felicidad me embarga al saber que, tras 18 largos años de espera, el tren ha vuelto a surcar los paisajes del sur, en una marcha blanca entre Puerto Varas y La Paloma. Apenas 38 minutos de recorrido, pero suficientes para encender la nostalgia y avivar la esperanza de un transporte que alguna vez fue el alma de nuestra tierra.
Quizás muchos de ustedes, estimados lectores, desconozcan que Chiloé también tuvo su propio tren, una criatura de hierro que unió Ancud con Castro. Su historia comenzó en 1912, con un recorrido que partía desde el ramal de Lechagua, en Ancud, y concluía en el sector Pedro Montt del puerto de Castro. Sus vagones llevaban sueños, vidas y mercancías: uno de primera clase y otro de segunda para los pasajeros, además de carros de carga que trasladaban los frutos de la tierra y el mar, lo que entraba al Archipiélago y lo que salía de él.
A este titán de acero, los chilotes le dieron un nombre mágico, casi mitológico: "El Camahueto de Hierro". Un nombre que lo envolvía en la misma aura de leyendas que recorre nuestra cultura. No era solo un tren, era una criatura indómita que se en poco más de 5 horas, se deslizaba por 88,4 kilómetros de bosques, cruzaba ríos y trotaba sobre campos, dibujando una estampa de progreso en medio de la geografía insular.
Sin embargo, como muchas promesas en nuestra historia, su destino estuvo marcado por el abandono. Aunque ya se veía su ocaso en las decisiones del Estado, fue la naturaleza quien dictó su sentencia final: el terremoto de 1960. La tierra se sacudió y se esfumaron los sueños de extender la línea hasta Quellón y de construir un ramal hacia Dalcahue.
¿Por qué no pensar que un tren en Chiloé, recorriendo la Isla Grande entre bosques, fiordos y palafitos, sería un tesoro turístico? Un viaje donde la historia y la naturaleza se fundieran en una experiencia única.
Héctor Contador Santana