A veces, para salir del estancamiento, no se necesita la solución perfecta, sino un primer paso que permita avanzar. Esa es la naturaleza del reciente proyecto de reforma al sistema político. Aunque está lejos de ser el remedio que muchos anhelan, plantea cambios que podrían aliviar, al menos parcialmente, los males que hoy amenazan nuestra democracia.
El sistema político chileno está atrapado en un círculo vicioso: un Congreso fragmentado, partidos políticos debilitados y una ciudadanía desencantada. Desde la reforma de 2015, el número de partidos en el Congreso se ha triplicado, pasando de siete en promedio entre 1989 y 2013, a más de 21 en 2021. Esto no solo dificulta la formación de coaliciones y acuerdos, sino que erosiona la capacidad del Congreso para representar las demandas ciudadanas. En este contexto, el umbral del 5% de votos propuesto para acceder a representación parlamentaria busca atacar la fragmentación extrema. Sí, es un umbral alto, y sí, puede excluir a algunas minorías. Pero también puede forzar a los partidos a construir alianzas más fuertes y coherentes, un paso imprescindible para devolverle gobernabilidad al sistema.
Ahora bien, lo disruptivo de esta reforma no es solo lo que propone, sino lo que implícitamente reconoce: que el sistema actual ya no funciona. La fragmentación partidista, el bloqueo legislativo y la desconexión con la ciudadanía han llevado a nuestra democracia al borde de la parálisis. La ciencia política es clara: los sistemas políticos no cambian porque alguien tenga una idea perfecta, cambian porque no tienen otra opción.
Este proyecto, con todos sus defectos, tiene el mérito de reconocer el elefante en la habitación. No es una solución definitiva, pero es un intento de responder a la demanda por un sistema político más eficiente y representativo. ¿Es el mejor diseño? Probablemente no. ¿Es suficiente? Tampoco. Pero quedarse quietos mientras el sistema se derrumba tampoco puede ser opción.
Al final, la política, como la vida, rara vez ofrece soluciones impecables. A veces, lo único que queda es avanzar con lo que se tiene, sabiendo que cada paso imperfecto abre la puerta a nuevas oportunidades de mejora. La pregunta no es si esta reforma es ideal; la pregunta es si estamos dispuestos a dar un paso hacia adelante, aunque sea tambaleante. La respuesta debería ser un rotundo sí.