Cuando no se logra entrar a la universidad
No ingresar a la universidad o a la carrera que se deseaba generalmente se experimenta de manera decepcionante: el objetivo sobre el cual se ha trabajado tanto tiempo no se ha alcanzado. Los diversos afectos de pérdida -tristeza, frustración, angustia, vergüenza- emergen con facilidad y sentirlos es normal y momentáneo, no en sí un problema de salud mental, permiten crecer y volver a intentar.
Debemos ser conscientes de que vivimos en una sociedad exitista, donde las pérdidas, en vez de tomarse como parte de la vida, son como un castigo infinito. En el fondo todos sabemos que nadie experimenta el éxito en totalidad: siempre hay un punto donde no hemos de ganar y, aceptar esta condición sin que nos inhiba emocionalmente en el futuro, es el fundamento de la salud mental.
También las expectativas sociales se encarnan en las esperanzas familiares, donde las figuras paternas experimentaron la frustración de la pérdida y la derrota, proyectan su victoria explícita o implícitamente en su descendencia. En consecuencia, cuando los hijos no consiguen su objetivo académico, en vez de apoyarlos afectivamente y mostrarles que existen una, dos o infinitas posibilidades futuras, se decepcionan y castigan ambivalentemente.
Aquellos que no consiguieron su objetivo académico este año, no se preocupen: siempre nos han querido convencer de que no lograr una meta es un terrible fracaso. Más importante es preguntarnos si realmente ese dolor se siente por uno mismo o por las expectativas que tenía otra persona o un familiar. Siempre habrá infinitas posibilidades de lograr un objetivo y, para ello, hay que apostar por uno mismo y humanizarse. En el fondo, no lograrlo también es un paso totalmente normal en la vida.